lunes, 12 de noviembre de 2007

La fuente metafísica del cosmos

En la licenciatura estudié la carrera de biología. Quería ser médico, un neurocirujano para ser preciso. La idea de tener en mis manos la fuente de la conciencia me fascinaba. En el tercer año de la carrera tomé un curso obligatorio de introducción a la filosofía. El primer día de clases el profesor dijo, entre otras cosas, que hay tres clases de objetos de los que podemos tener conocimiento. La primera es de lo conocido/conocido. Por ejemplo, hay una manzana sobre la mesa. Es algo que sabemos, y sabemos que lo sabemos. La segunda clase es lo conocido/desconocido. La pregunta de si hay vida inteligente en otros planetas en el cosmos es una cuya respuesta es desconocida. Pero sabemos que no lo sabemos. Estamos concientes de que carecemos de ese conocimiento, pero lo podemos investigar. La tercera clase es lo desconocido/desconocido. Hay realidades, dijo el profesor, que desconocemos y que además no tenemos la más remota idea de que existen como posibilidades. Los antiguos egipcios, por ejemplo, no sabían nada de la mecánica cuántica, y tampoco sabían que no sabían. No existía ni como posibilidad para ellos. Esa idea me intrigó mucho. Lo que me cautivó no fue tanto el avance de la ciencia, de lo que los físicos están por descubrir, sino lo que yo estaba por descubrir, lo que quedaba por descubrirse en el porvenir de mi propia vida. Pues con eso la filosofía me enganchó. Agregué más cursos de filosofía a mis estudios y, terminando la carrera de biología un año después, tomé la decisión de seguir estudiando filosofía.

Pensaba que mis papás, al enterarse de mi decisión, no estarían nada contentos. Un médico, además de ser admirado y prestigiado, gana bien. ¿Por qué cambiar esto por algo que difícilmente me daría de comer? Sorprendentemente, respondieron muy bien. A mi mamá le gustó la idea porque siempre quiso que fuera sacerdote, y le parecía que la filosofía, más que la medicina, se acercaba más a las cuestiones espirituales de la religión. En ese momento no era lo suficientemente sofisticado en la jerga de los discursos filosóficos como para desdeñar la asociación que hacía mi mamá. Careciendo mi vocabulario de la palabra “ontoteología” y las malas connotaciones que tiene para Heidegger y Derrida, anhelaba intensamente los estudios de maestría y doctorado que me iniciarían en el sacerdocio del mundo de las ideas. Empecé la licenciatura queriendo sostener en mis manos la fuente física de la conciencia, y terminé queriendo sostener en mi conciencia la fuente metafísica del cosmos.

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